Fechado el 7 de febrero, el texto ha adquirido con el tiempo –y con la muerte del pontífice argentino a los 88 años– una tonalidad casi profética. Como si hubiera querido dejarnos, en letras y silencios, una guía para transitar no solo la vejez, sino también el umbral hacia lo eterno.
“La muerte no es el fin de todo, sino el comienzo de algo. Es un nuevo inicio”, escribió Francisco con la ternura que siempre lo caracterizó. Y esas palabras, ahora, se sienten como un susurro que viaja desde el otro lado del tiempo, como una carta escrita a la luz de una vela que ya se ha apagado.
En su mensaje, no hay rastro de temor. Al contrario, hay una aceptación serena y sabia del paso del tiempo. “Decir ‘viejo’ no significa ‘ser desechado’… Decir viejo, en cambio, significa decir experiencia, sabiduría, conocimiento, discernimiento, reflexión, escucha, lentitud… ¡Valores que necesitamos desesperadamente!”, expresó, como quien acaricia con palabras a quienes sienten el peso de los años.
Francisco no quiso que la vejez fuera vista como una despedida amarga, sino como un regalo silencioso. “No debemos tener miedo a la vejez”, escribió, e invitó a vivir esa etapa con gratitud. “Incluso la vejez se convierte en una edad de vida si acogemos con gratitud el tiempo en que disminuyen las fuerzas y aumentan los signos del cansancio”.
Hay algo profundamente humano en su despedida: no fue un mensaje solemne, sino una reflexión sencilla, como dichas al oído en una tarde de otoño, mientras caen las hojas y se siente, en el aire, la certeza de que algo está terminando… pero también de que algo más –algo más grande, más luminoso– está por comenzar.
El texto completo será publicado el 24 de abril por medios italianos, pero ya ha sido adelantado en parte por agencias vaticanas. Hoy, sus palabras no solo inauguran un libro. Inauguran también una ausencia. Y en esa ausencia, una presencia que perdura.
