Este 21 de abril marcó el final de una vida que, durante doce años de pontificado, estuvo profundamente entregada a los más olvidados. Francisco, con una voz siempre firme pero humilde, alzó su palabra en defensa de los pobres, contra el cambio climático, contra las guerras que desgarran al mundo.
En ese tiempo, también intentó abrir caminos dentro de una Iglesia muchas veces estancada: promovió la transparencia financiera, luchó contra los terribles abusos cometidos contra menores, y buscó dar un lugar más digno y justo a las mujeres.
Su última aparición, durante la Semana Santa, tras una internación que había encendido alarmas, pareció un respiro breve antes del adiós. Ahora que ha partido, uno no puede evitar pensar que él jamás habría querido homenajes centrados en su figura. Más bien, habría deseado que se recordaran los cambios por los que luchó, no para glorificarlo, sino para que el impulso de renovación no se pierda, para que la Iglesia no detenga su andar.
Su ausencia deja un eco doloroso, pero también una responsabilidad: la de no olvidar que, incluso en el duelo, hay caminos que deben seguir abriéndose.
