En medio de un país sacudido por la incertidumbre y la angustia cotidiana, el presidente Javier Milei eligió el fin de semana largo de Semana Santa no para apaciguar los ánimos ni convocar a la unidad, sino para volver a cargar contra el periodismo con una virulencia que preocupa. Esta vez, su enojo se centró en cómo los medios interpretaron sus declaraciones sobre el sector agropecuario. “Se han superado diciendo que amenacé al campo”, escribió, en referencia a sus propias palabras sobre el regreso de las retenciones en junio si no se acelera la liquidación de divisas.
Te puede interesar
Mediante una publicación en sus redes sociales, que tituló “Periodistas mentirosos”, el primer mandatario no sólo descalificó el trabajo de la prensa, sino que profundizó su retórica de confrontación al señalar que los periodistas serían incluso más detestables que los políticos. “Creo que la gente no odia lo suficiente a estos sicarios con credencial de supuestos periodistas”, lanzó, con una frase que duele, que alarma, que hiere la posibilidad de un debate democrático.
Las palabras ya no son sólo herramientas de expresión. Se están volviendo armas. Y cuando quien las empuña es el presidente de la Nación, el riesgo no es menor. ¿Qué nos dice como sociedad que el odio sea invocado no como algo a erradicar, sino como una deuda pendiente? ¿Qué lugar queda para la diferencia, para la crítica, para el diálogo?
En un país donde la violencia verbal se traduce en violencia real —en redes, en las calles, en los vínculos— el tono del poder importa. Importa mucho. Porque cuando desde lo más alto del Estado se justifica el odio hacia quienes piensan distinto, lo que se debilita no es sólo el periodismo: es la democracia misma.