Lo que sucedió en el programa televisivo conducido por Esteban Trebucq en A24 supera ampliamente el límite de lo ridículo, para internarse de lleno en el terreno de lo vergonzoso y preocupante. En un espacio que se presenta como un programa de análisis político, el conductor decidió sentar en el panel a una persona disfrazada de empanada con el único objetivo de ridiculizar a Ricardo Darín, uno de los actores más respetados del país, por haber hecho una observación simple y genuina: que la comida está cara en la Argentina, y que, como ejemplo de ello, mencionó el precio de las empanadas.
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La escena fue grotesca. Una figura disfrazada como si se tratara de un sketch humorístico, pero en un contexto que se supone dedicado al debate serio sobre la realidad política y social del país. El objetivo era claro: burlarse, minimizar, caricaturizar la opinión de Darín y convertir un señalamiento legítimo sobre el costo de vida en una especie de chiste mediático. Lo que se vio en pantalla no fue entretenimiento, ni humor, ni periodismo: fue un acto explícito de disciplinamiento simbólico.
Este tipo de puestas en escena, lejos de ser inocentes, son funcionales a una lógica más profunda: la de acallar, ridiculizar y desacreditar cualquier voz que se anime a expresar una mínima crítica hacia el gobierno nacional. No se trató de un gesto aislado o una ocurrencia desafortunada. Tiene un claro contenido político, en sintonía con un clima creciente de intolerancia hacia el disenso. En este contexto, un artista que simplemente manifestó una preocupación económica compartida por millones de argentinos fue rápidamente estigmatizado por el propio ministro de Economía, Luis Caputo, quien lo llamó “Ricardito” y descalificó su comentario como una “estupidez”.
La burla en televisión no es ajena a esa respuesta oficial. Es parte de una misma operación simbólica que busca dejar en claro que criticar, aunque sea con respeto y moderación, tendrá consecuencias. Y cuando esas consecuencias no pueden ser institucionales, se elige lo mediático: el escarnio, la ridiculización, el uso del show para enviar un mensaje a otros posibles “opinadores” que se atrevan a poner en palabras lo que el ciudadano común ya experimenta en su bolsillo todos los días.
Ricardo Darín no insultó, no agravió, no hizo un acto partidario. Dijo que la comida está cara, y mencionó las empanadas como ejemplo. ¿Eso amerita una campaña de desprestigio? ¿Eso justifica que un programa televisivo lo convierta en blanco de burlas disfrazadas de humor? Claramente no. Y sin embargo, ocurrió. Ocurrió porque hoy en Argentina parece que el problema no es la inflación, sino quien se atreve a nombrarla.
Este episodio deja expuesto el rol que algunos sectores del periodismo han decidido asumir: ya no como intermediarios entre el poder y la sociedad, sino como defensores directos del oficialismo, algo que no es nuevo en la Argentina, pero porqué caer en el ridículo, porqué abandonar la ética profesional o ceder espacio a espectáculos que ofenden la inteligencia del público. Trebucq, al aceptar y promover esta escena en su programa, no sólo se burló de Darín, sino también de todos los argentinos que sienten en carne propia lo que el actor señaló, y que creen en la palabra del conductor.
En un país que se pretende democrático, la crítica no puede ser motivo de burla ni censura. La pluralidad de voces no se defiende disfrazando a alguien de empanada para callar a otro. Se defiende con argumentos, con respeto, con verdad. Lo demás es show barato al servicio del poder. Y eso, más que una anécdota vergonzosa, es un síntoma preocupante.