Cristina Fernández de Kirchner ya sabía lo que se venía. La semana pasada, antes de que se conociera el fallo, la ex presidenta tenía claro que la condena era inevitable. La certeza no venía de una predicción jurídica, sino de una comprensión profunda del momento político y del entramado de poder que atraviesa a la justicia argentina. Pero a diferencia de otros dirigentes que en situaciones similares optaron por el exilio diplomático, ella eligió quedarse.
Te puede interesar
“¿Por qué no te vas a una embajada?”, le sugirieron desde su círculo más cercano. La frase no fue producto del miedo, sino de la lógica: en el escenario judicial y mediático que enfrenta Cristina, con causas acumuladas y una condena firme, la opción de buscar resguardo en una sede diplomática no era una locura. Pero su respuesta fue tajante, sin dudas: “De ninguna manera. Soy inocente”.
La anécdota la contó la periodista Sofía Caram en Blender, y revela mucho más que una postura coyuntural. Habla de una decisión política cargada de sentido histórico. Para Cristina, este capítulo no es un accidente, ni una desviación personal: forma parte de una narrativa más amplia que conecta con las persecuciones al peronismo a lo largo de la historia argentina. Desde el bombardeo a Plaza de Mayo hasta los fusilamientos de 1956, desde los años de proscripción hasta los exilios forzados, el movimiento popular al que ella pertenece ha sido blanco recurrente de las estructuras de poder.
Por eso no se va. Porque irse sería renunciar a disputar ese sentido. Cristina se queda, condenada, pero de pie. No sólo por una cuestión de principios personales, sino porque entiende que su figura -más allá de su biografía individual- está atravesada por una historia colectiva. La condena, lejos de debilitarla, la vuelve símbolo. La vuelve parte de una memoria que resignifica el presente.
Y esa es la clave de su entereza. No se trata de negación ni de temeridad. Se trata de templanza. De comprender que el momento que atraviesa -doloroso, injusto- tiene una lógica política. Tiene sentido. No porque sea justo, sino porque se inscribe en una tradición de lucha y resistencia. Porque su permanencia, su negativa a esconderse, a buscar refugio, es también una forma de denuncia. Una forma de decir “acá estoy” frente a los que quieren disciplinar, silenciar o borrar.
Cristina sabe que la historia no siempre absuelve. Pero también sabe que, a veces, la historia condena a los que hoy condenan. Por eso se queda. Porque hay algo que trasciende incluso su nombre. Algo que todavía late, con fuerza, en millones.